martes, 8 de marzo de 2011

1000 hijos imaginarios (pero despiadados)

“siempre empezó a llover
en la mitad de la película.
la flor que te llevé tenía
una araña esperando entre los pétalos.”

Un día quiso hacerle un regalo. Abortó todas sus noches para darle mil hijos imaginarios, mil personajes de historias inacabadas pero muy exigentes, para que lo persiguieran en el sueño y en la vigilia, pidiéndole que los terminara o los asesinara.
A él nunca le habían gustado los regalos, y este, en especial, fue el que menos apreció.
“¿qué haré ahora? ¿habrá que darles un nombre?” pero no, nombrar es comprometedor y aparte luego habría que recordarlos y esto requería un esfuerzo. Ellos ocupaban mucho espacio. Le harían perder mucho tiempo. Entonces se acercó a esos cuerpos livianos armado de un martillo y un aire de maldad, pero nadie le tomaría en serio con esas alas postizas y esa peluca. Se movía sin autocontrol y con torpeza, pensaba lentamente y hablaba de amor y de muerte y tejía la más pura forma de silencio así, atando palabras enemigas bajo el mismo verbo, y ellas se anulaban a lo largo de la frase antes de llegar al mismo punto.
Hubo muchos golpes, ni un solo ruido
“Aquí falta el aire” - pensó.
(En ese instante empezó a llover.)
Ellos lo miraron con un aire incierto y una ceja levantada, eran mil y eran demasiado imaginarios para no hacer daños muy tangibles. Lo observaron sin entender su razón, ¿crear para destruir? Qué absurdo.
Quieren ser despiadados, pero son muy leves. Pero quieren ser despiadados.
Se acercan uniformes, el ejército y la lluvia, precipitan. Tienen una flor en la mano y cada gota produce un sonido que es un llanto de cables y engranajes moviendo el vacío, juntando palabras rivales para que bailen un mismo silencio, un mismo ritmo, al mismo tiempo. Caminan hacia él como un horrendo mar de miradas que son flores que son armas,
muy iluminados o simplemente perversos como el tipo que pasea por el borde mirando abajo, se ríen. Se ríen porque saben que la gravedad no existe
y
no tienen esperanza, tienen fe.
Tal vez el martillo los aplaste al suelo como mil manchas naranjas pero no es esto que les preocupa ahora, ahora que nada les preocupa,
ahora que caminan y sonríen cruelísimos, como quien se aleja de un cuerpo sacando el cuchillo de una honda

honda
herida
y mientras la sangre les salpica el cuello se marchan
para el otro lado, huérfanos
y aliviados